Tu ciudad

Me gustaría que te enteraras que hace dos días estuve una tarde entera en tu ciudad. En la misma ciudad a la que viajé hace ocho meses a verte. Es gracioso que ya no me reconozca en la que sacó los pasajes y armó las valijas. En la que tachaba fechas en el calendario para llegar.
Hace dos días estuve ahí otra vez. Compré comida en el supermercado al que iba con vos y hasta, de camino a la playa, pasé por la puerta de tu casa. No sentí la necesidad de avisarte que los tres mil kilómetros que separan nuestros cuerpos se habían transformando en un timbre de distancia. Tampoco de tocarlo, aunque sé que me hubieras atendido. Y hasta me asustaba llegar a cruzarte por algún lugar.
Pero lo que más me llamó la atención fue la ciudad. Sé que carece de lógica, pero llegué a pensar que no era la misma. No podía serlo. Cuando viajé era invierno, pero los primeros días los sentí cálidos como un verano, y yo no tenía dudas de que era la más linda que podía existir. Cada dólar había valido la pena porque estábamos juntos. Porque me acostaba con tus remeras puestas y me despertaba al lado tuyo, cerca de tu cuello, oliendo tu perfume como si la distancia fuera corrompible. Porque era en esa ciudad, y no en ninguna otra, en la que vos existías. La arena era clara, el mar perfecto. La gente por la calle se veía amable, y por un tiempo tuve la certeza absoluta de que me hubiera quedado a vivir.
Después empezó a perder su color y a tomar otro distinto. Envejeció junto a nosotros. La magia que tenía era la magia que teníamos, pero cuando vi los trucos en vos, quise salir corriendo. Me sentí lejos de mi hogar.
Hace dos días la visité otra vez. La misma ciudad en la que dormí por quince noches abrazada a tu cuerpo. La gente en la calle se veía poco gentil, la arena quemaba, el mar estaba sucio, y yo tenía miedo. No quería verte.
No quería estar ahí.
Me gustaría contarte que pasé una tarde en San Pablo, y que, como Santos es sinónimo de tu nombre, ya no quiero estar ahí. Porque a veces las personas destiñen, y a veces los lugares se tiñen de recuerdos que hieren y pierden su brillo.
Vos solías brillar tan fuerte, pero yo vi a tu luz desvanecer. Y tu ciudad siguió tu mismo camino, porque ahora lo veo: siempre fue tuya y nunca nuestra.
Sé que la que fui te hubiera avisado, te hubiera llevado regalos, y hubiera contado los días para el reencuentro. Porque nadie te hacía justicia en mi ciudad.
Me gustaría que te enteraras que hace dos días descubrí que realmente te superé. Pero de todas formas, sé que no te importaría.

Comentarios

Entradas populares de este blog

Día de sol

El último cigarrillo

Te quiero