03.03

La característica en común de los desiertos es su escasez de lluvias. Me invade un recuerdo. Son las siete y cincuenta de la tarde de un tres de marzo de dos mil dieciocho, en Río de Janeiro. Las gotas de lluvia heladas recorriendo mi cuerpo friolento, por debajo de mi buzo blanco, y tus manos rodeando mi cintura, tocando mi piel. Calientes. Me había aguantado las ganas de llorar por la despedida durante todo el viaje hacia el puerto, en el auto de tu amigo, porque estaba llorando de nervios. La tormenta había inundado tanto las calles que estabamos empapados, y el congestionamiento del tráfico nos hacía sentir que no lo lograríamos a tiempo. Hasta que llegamos diez minutos antes del horario límite. Mi crucero, a metros nuestro, aguardaba por mí. Entonces, de pronto, como una catarata...
—No llores, por favor, nos vamos a volver a ver, ¿sabías eso? Mirame —y tus manos abandonaron mi cintura para pasar a sostener mi rostro. Mi vista estaba posada en el suelo, hasta que me forzaste a mirarte. Temblé. Una electricidad que solamente tu mirada me podía generar. Tus frases eran susurros suaves pero contundentes, como si hubieras pretendido que cada palabra, que cada letra me quedara grabada en el corazón. Y sucedió.
Negué con la cabeza. La tormenta en mis ojos era incluso peor que la que nos brindaba el cielo. Pensé, de manera inocente, que nada quería que nos distanciáramos otra vez: ni siquiera el clima.
—Sí, nos vamos a volver a ver. Pero hasta que eso pase, recordá que sos increible. Vos sos la mujer más increible que tuve la fortuna de conocer. Y vas a lograrlo todo, todo lo que te propongas —dijiste. Pero yo no podía hablar, porque yo no quería lograr nada lejos tuyo. Porque yo no era capaz de todo si no era capaz de mantener a la cosa que más amaba cerca mío. Decidí abrazarte, en puntitas de pie, para poder llegar a rodear tu espalda con mis brazos. Para poder aferrarme a vos tan fuerte, que una vez que nuestros cuerpos se separasen por tercera vez en esta vida, yo todavía, aunque fuera por unos segundos, pudiera sentirte cerca. 
Siempre quise sentirte cerca. Todavía quiero.
—Y sos hermosa —me volví a negar. Mi versión más frágil te la regalé a vos, y vos hiciste una sola cosa: acariciar cada miedo hasta dormirlo. Demostrarme que ninguno me pertenecía. Y ahora soy más segura gracias a eso— Sí, hermosa. Podés tener al hombre que quieras, todos quisieran, cualquiera —entonces mi llanto empeoró. ¿Cómo no podías notarlo? Yo no podía tener al hombre que quisiera.
Yo no podía tenerte.
—Yo jamás... —y tuve que detenerme a tragar saliva. Nunca me había sentido tan fragil. Como si me estuviera a punto de desarmar. —Yo jamás voy a sentir algo así. Nunca más. Por nadie. Nunca —. La voz se me quebró. ¿Qué había dicho? Lo primero que había podido pronunciar. Casi como una protesta, como un capricho infantil, como un enojo hacia quien fuera que había determinado que vos allá, y yo acá. —Te quiero. De verdad. Te...
—Te lo prometo, Sol. ¿Confiás en mí? —y me acariciaste la mejilla izquierda. Lo recuerdo tan claro. Pudiera hacer un cuadro ahora, si es que yo fuera artista. Podría, utilizando solo mis recuerdos, dibujar una fiel imagen de tu mano en mi mejilla izquierda.  
Y nos volvimos a abrazar. Un deseo en ese preciso instante irrumpió con fuerza en cada pasillo de mis pensamientos: que todos los relojes del mundo se detuvieran por y para siempre. Ahí yo estaba bien. Ese puerto era un buen lugar para quedarme. Podíamos hacerlo: vos y yo. 
Pero mi crucero zarpaba en dos minutos, el mundo iba a volver a ser como tenía que ser, y yo tenía que, de una vez por todas, dejar de desafiar al destino. Resignarme a una vida con una parte de mi alma a kilómetros de mis otras partes.
Vos no me mentiste. Nos volvimos a ver. Y yo tampoco te mentí. Nunca voy a sentir algo así. Nunca más. Por nadie. Nunca. Solo que ahora pienso que quizás, eso no sea algo malo.
Tu amor me demostró qué era sentirme viva, y también me robó la respiración. Todo con igual intensidad. Como si fueras una cuerda alrededor de mi cuello que me asfixiaba de felicidad o de tristeza, de la cual quedaron tatuadas las cicatrices. Como si la locura que sentí por vos fuese el único idioma que supe hablar a la perfección. 
Y a veces pienso en nuestros momentos, una y otra vez. Y mi piel vuelve a erizarse. Son capaces aún de generarme escalofríos. 
Nuestro amor fue eso: una tormenta en Rio de Janeiro que me agarró desprevenida, inundó cada calle, arrasó con todo a su paso y me hizo sentir viva. Y yo jamás voy a dejar de agradecerte el haberme hecho sentir viva.
Porque te lo prometo: ya estoy protegida de tu temporal, pero ¿todos ellos?
Todos ellos, desierto.

Comentarios

Entradas populares de este blog

Día de sol

El último cigarrillo

Te quiero