Microcuento: El espejo

— No tengo tiempo ahora. — Soltaste, de modo tajante y desinteresado mientras te mirabas al espejo y te acomodabas la corbata. Ni siquiera lo dijiste con crueldad. Lo dijiste como pudiste haberme dicho — Voy a comprar y vuelvo — Y eso es lo que más sufrí. La normalidad con la que lanzabas frases que podían terminar conmigo. Podría haber sido normal, sí, pero me habías dicho lo mismo el día anterior, y el anterior a ese. Tu no tengo tiempo ''ahora'' equivalía a nunca. Rechacé esa idea y me convencí de que algún día te harías un huequito.
El espejo. Mediante él, a lo lejos, al costado tuyo, me podías observar a mí, acostada y todavía desnuda, cubierta con una sábana blanca. Daba igual, porque tenía frío, y porque con o sin ella encima no me ibas a mirar. Te estabas mirando a vos. Estabas acomodándote la corbata. Estabas pensando en lo que dirías en la entrevista de trabajo que tenías más tarde, en si aceptarías o si te quedarías con el que en ese entonces tenías, y en qué sería lo mejor para tu futuro. En eso, y solo en eso: En vos y en tu futuro. En tu rutina siempre tan repleta de proyectos, en estudiar, en mejorar, en aprender idiomas, en ir al gimnasio todos los días, en llevarte el tupper, en no olvidarte del suplemento deportivo ni del cable de la tablet. En vos. Y eso está muy bien. Yo también pienso en mí, pero por alguna inexplicable razón, siempre encuentro espacios para compartirte.
El espejo. Si mirabas al costadito del reflejo de tu cuerpo podías ver el ventanal, las cortinas rosadas, la cama doble, y a mí, hecha un bollito llorando. Pero no lo hiciste. Me sabía tus horarios de memoria e incluso en los momentos en los que creía que por fin tendrías tiempo, descubría que no lo tenías. Siempre surgía algo de imprevisto que se robaba tu atención. Habías estado cuarenta minutos arreglándote el pelo, perfumándote, vistiéndote, y ahora estabas acomodándote la corbata. Entonces dejé de llorar, me levanté, me acerqué a vos, y nos miré en el espejo. Ahora estábamos los dos juntos, detrás la cama vacía. Descubrí que sí la podías ver desde tu ángulo, y eso era algo muy triste, porque sí me habías visto llorar, pero también descubrí que juntos éramos muy lindos aunque todavía mis ojos estaban llorosos, y eso me ponía feliz. Rodeaste con una mano mi cintura y por fin me miraste. En ese segundo todo lo que podías mirar era a mí. Me sentí nerviosa, especial, y también un poco culpable. Te había robado un segundo de tu preciada mañana. Era mi instante para cautivar por completo tu interés.
— Que tengas un lindo día. Voy a volver a eso de las seis.  Me diste un beso en la frente, y después uno en los labios. Te miré anonadada. Vos me mirabas igual. Completamente ajeno a lo que te acababa de sufrir mientras te acomodabas la corbata. Me diste un abrazo, uno que duró aproximadamente tres segundos porque el tiempo te corría, hasta que dijiste fuerte y claro — Nos vemos más tarde. 
Me quedé ahí parada, observando cómo te ponías los abrigos y te dirigías hacia la puerta, hasta que la cerraste. Escuché el ruido de las llaves que trabaron la cerradura, esperé un rato por si te habías olvidado de algo, rezando, de forma infantil, que volvieras a decirme que te preocupaba verme llorar, o simplemente a decir algo. Algo es mejor que nada. En el silencio que consumía la habitación, comprendiendo que el minuto que podías darme ya me había sido dado, y que yo había deseado toda la mañana ese minuto, me di vuelta lentamente hacia el espejo que seguía parado enfrente mío, como único testigo de mis lágrimas de más temprano, aunque también habías estado vos. El espejo en el que habías estado cuarenta minutos. Ahora frente de él estaba yo.
Entonces pasó algo que no sé cómo explicar para que alguien lo crea, pero supongo que no interesa. Desaparecí. Todo lo que veía en él era el ventanal, y la cama vacía con las sábanas blancas desacomodadas a lo lejos. Yo no estaba. Yo podía ver a través de mí, igual que vos, igual que todos los demás. Me desesperé hasta que mi silueta se dibujó otra vez, y respiré tranquila. Me dije a mí misma que tenía sueño.
Volví a la cama, me cubrí el cuerpo que había sido invisible, y te escribí un mensaje  Suerte hoy, no sabés lo mucho que te quiero y lo bien que me hacés.  Tragué saliva. Había algo que me hacía ruido. Pero pronto me respondiste con la misma dulzura, y sonreí. Me querías. Entonces me puse a reflexionar. No, no te había interesado verme llorar. Pero eso no era interesante al fin y al cabo. Yo era una egoísta, y en ese momento, y en todos los demás, no estabas desocupado ni tenías tiempo para mis problemas ni para mis berrinches adolescentes. Vos tenías cosas mucho más importantes que hacer: Vos tenías que acomodarte la corbata. 
Entonces tuve la certeza de que inclusive tu corbata nos importaba a los dos más que cualquier cosa que pudiera pasarme a mí. Y que eso, por alguna razón, estaba bien. Fijé la vista en el espejo automáticamente luego de ese pensamiento.
Había vuelto a desaparecer.

Comentarios

Entradas populares de este blog

Día de sol

El último cigarrillo

Te quiero