Bulimia

Con mis rodillas en el suelo de algún baño sucio y frío, y una de mis manos aferradas al inodoro. El único testigo de mi sufrimiento. Con mis dedos en una garganta ya lastimada, y las lágrimas que caen no por tristeza, sino por dolor. Con los sentimientos entumecidos, dormidos, sedados, y soluciones rápidas y momentáneas que dejan heridas permanentes e internas. Lanzo por mi boca mi amor propio, si es que tenía algún poco guardado, y por un momento me siento mejor. Más liviana. Menos culpable. Aunque la culpa domina mi vida desde ya hace tiempo. Culpa por lo que le hago a los demás. Lo veo en los ojos de mi mamá, decepcionada, que no sabe pero intuye. Todos intuyen. Culpa por lo que me hago a mi misma, aunque eso tanto no me importa. Es lo que merezco por ser lo que soy. 
En mi habitación, mis pies en una báscula. El número sube, sube, y sube, y me desespera. Me arranco hasta los aritos, porque quizás pesan. Después de observar el resultado me quedo un rato en silencio. Casi puedo escuchar las risas ajenas. Todavía desvestida, me miro en el espejo. Ahora las lágrimas sí son de tristeza, aunque se transforman pronto en odio, y sobre todo en asco. Las voces que solían ser ajenas se internalizan, y ahora me lo repito yo: Gorda.
Entonces vuelvo al baño, me arrodillo, y me quedo ahí hasta sentirme menos pesada. No quiero ocupar espacio. Y mientras me comienzo a desdibujar, veo lo que me estoy haciendo en el rostro de los que me aman. Están preocupados. Es desesperante no saber cómo curar una mente. Tienen miedo de perderme.
Mi miedo, en cambio, es diferente: Tengo terror de que toda esta humillación que siento, nunca pueda ser arrojada junto a la comida. Porque, aunque pareciera que estoy en mi contra, es la humillación lo que yo quiero perder. 
Sol Iannaci

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