Vivo corriendo

Vivo corriendo para llegar tarde a todos lados, y siempre me faltan cinco para el peso, o cuatro, o tres. Intento equilibrar todos los aspectos de mi vida, pero me siento como si estuviera tratando de sostener arena con mis manos, que se desliza por entre medio de mis dedos, y algo se cae otra vez. 
Cuando acomodo algunas cosas las demás se desarman, y cuando termino con lo último, tengo que volver a empezar con lo primero. Entonces siempre acomodo y nunca descanso, y ya no sé para qué corro, si al final nunca llego. Si el proceso es eterno. Si cuando en algo me saco diez, en lo otro desapruebo. Si ya me cansé de este ciclo infinito de tratar de tocar la perfección, porque la perfección se aleja cuando estoy llegando, y los demás, siempre orgullosos, me dicen que me admiran y qué se yo.
¿Qué es lo que admiran? Si en algún rincón siempre me caigo. Si cuando apruebo veinte parciales me olvido de ser amiga, si cuando soy buena amiga descuido mi cuerpo, si cuando mi cuerpo está como a mí me gusta me olvido de cenar, o de salir, o de respirar.
Son muchas cosas en las que intento dar mi cien, pero termino los días agotada. Y este agotamiento es interno, ¿Se entiende algo de lo que estoy diciendo? No se me va durmiendo, porque es adentro. Vivo corriendo, y a veces me tropiezo, y sigo corriendo mientras me sangran las rodillas, mientras me tiemblan las piernas, mientras me lagrimean los ojos, porque algún día alguien me enseñó que tenía que llegar.
Todos me ven como un diez, pero eso es lo que se ve de afuera. Yo, desde acá, siempre tengo algo que reprochar. Nunca conforme con los resultados, me exijo más de lo que creo que doy, y hace poco leí una frase que decía que, normalmente, en donde creemos que necesitamos más disciplina, es en donde necesitamos más amor propio, y me puse a llorar. Yo sé que nunca soy diez, pero soy nueve. Soy nueve en cada ámbito, y los domingos me siento y los observo a todos. Observo todos los ámbitos.
Nueve.
Nueve.
Nueve.
Entonces algo ocurre. Algo cayó. Algo se desacomodó. En algo soy un uno o un dos. Porque inevitablemente los números nunca son estáticos. Porque cuando logré el último nueve, y creí que ya iba a poder estar tranquila un ratito, el primer nueve se desdibujó. Lo descuidé. Disminuyó.
Y pataleo. Y me enojo. Y me culpo. 
Me miro al espejo y me culpo. Porque nunca alcanza. Porque nunca me alcanzo. 
Vivo corriendo y desespero.
Las señales se vuelven difusas. Las indicaciones no las tengo. Las tenía, pero las perdí. Ya no recuerdo dónde estaba yendo, ni dónde me habían enseñado que tenía que llegar. ¿Dónde era? ¿Había un lugar? ¿O todo era este terreno vacío? Hablo con una amiga. ¿Qué hiciste ésta semana? Nada, me dice, trabajé, agrega. Ah, qué bueno, le digo. Yo trabajé, fui a la facultad, fui al gimnasio, fui a inglés, fui a la psicóloga, intenté hacer las seis comidas, y en el rato que tenía libre estudié, visité a mis abuelas, escribí bastante, y volví a mi casa todos los días a las diez de la noche. No, no, no soy Superman. Soy igual que vos.
Tal vez un poco más infeliz. 
Vivo corriendo y correr no es vivir.
¿Estoy yendo a algún lugar? Alguien un día me dijo que sí, pero no me acuerdo quién. Me dijo que era así, pero no recuerdo cómo. Un día se acostumbraron y me dejaron de felicitar, y yo tampoco me felicito. Yo me castigo. Porque no soy diez. Y porque siempre, inevitablemente, algo se cae.
Y cuando observo lo que se cayó, me digo que soy una estúpida. Me digo que me descuidé, como si ésta vida fuera cuidarme. Me pongo a llorar. Me prometo que a ese aspecto de mi vida voy a priorizarlo más hasta que se acomode.
La estantería se desorganizó. 
Vivo corriendo.
Pero vivir es una manera de decir.



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