TCA

Mi psiquiatra dice que estoy mejor, y yo le creo, porque nunca me miente. Mi psiquiatra está sentada enfrente mío, con una libreta encima de sus muslos, mirándome con esa cara que me pone siempre que lloro. Una mezcla de compasión con frialdad. No le gusta verme llorar, pero ver gente llorar para ella no es nada nuevo. Entonces me alcanza unos pañuelitos que se sienten como un abrazo, y me dice que estoy mejor. Y por algo lo debe decir. Ya no vomito la comida porque la quiero vomitar. Ya no disfruto la sensación de vacío en mi estómago que me grita que hay un destino, y que estoy llegando. Ya no sonrío en cuanto me toco el cuerpo y puedo palpar huesos que antes no se sentían. Ya no soy feliz cuando me miro al espejo y mis costillas se pueden contar. 
Pero mi psiquiatra no puede escuchar mis pensamientos. Y a veces, para no admitir que los tengo, no se los cuento ni siquiera a ella. Porque decirlos sería materializarlos. Y a veces no me los puedo admitir ni siquiera a mí. 
Están ahí. Siguen ahí después de todos estos años. Y la psiquiatra no lo sabe, pero nunca me da el alta. Deben ser las lágrimas las que le advierten que mi cabeza no está curada. Debe de haber aprendido a leer el lenguaje corporal después de tantos años. Debe saber cuando alguien no está del todo bien. Pero yo no se lo digo, porque no puedo decirlo en voz alta, e inclusive escribirlo se vuelve todo un reto. Están ahí. 
Cada vez que mastico y trago.
Cada vez que me miro en el espejo desnuda.
Cada vez que paso por al lado de la balanza y lucho contra mí misma para no subir.
No me peso todos los días, le digo a mi psiquiatra. Y eso es verdad, porque no soy una mentirosa. Ya no vomito, le digo a mi psiquiatra. Y no le miento porque yo no miento, ya no lo hago más.
Pero le oculto mis pensamientos. Siguen ahí. Son todos los mismos de siempre. No se van nunca. Y me acompañan a cada lugar al que voy. Tal vez estoy hablando con una amiga, y a su vez estoy pensando cuántas calorías tendrá la cerveza. Quizás terminé de almorzar y me voy a trabajar, y me clavo las uñas en los brazos para soportar el paso del tiempo y no irme corriendo al baño.
A vomitar.
No lo hago. Eso es cierto.
Pero, ¿Estar mejor?
''No sé hasta qué punto no lastimarse es estar mejor'', le respondo a mi psiquiatra, que me mira con cara indescifrable, y anota algo en esa libreta que desearía poder quemar. No la abriría. No la leería. No quiero saber qué piensa porque hay cosas que mejor no saberlas. Solo la quemaría. 
''¿A qué te referís?'', me responde. Y le digo que no quiero hablar más por hoy. 
No sé hasta qué punto no lastimarse es estar mejor. Debe ser un avance, uno enorme, porque ahora ya no me estoy muriendo.
¿Los pensamientos pueden matar mientras no se vuelven acciones?
Espero que no.
Pero a veces pienso que sí. 
A veces tengo terror de que sí.

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