Te perdono

Voy y vengo sobre mis propios pasos, tiro leña al fuego que alguna vez supo quemarme, me prometo no perdonarte jamás, jamás en lo que me quede de vida, y proclamo odiarte demasiado, ¡demasiado por encima de lo que odié a alguien alguna vez!
Y los atardeceres pasan, los chicos crecen, yo misma estoy creciendo, me vuelvo a ilusionar con alguien nuevo, ¿Es demasiado pronto? Sonrío por la calle cuando escucho mi canción preferida, me río con mis amigas con una copa de vino en mis manos, organizo cenas, fiestas, viajes, recupero un brillo que había perdido, y lo lustro todos los días, y lo protejo con uñas y dientes. Y todos los que me quieren, los que siempre me quisieron, me dicen que me ven más linda que nunca. Contesto que es porque estoy feliz.
Es que me oscurecías la mirada, me sofocabas la vida. Tenía tanta energía puesta en salvarnos, en educarte, en convertirte en la buena persona que creía merecer, en volverte alguien nuevo, más suave, más cálido, más parecido al abismo que te distancia de mí, en esquivar cada impulso de irme corriendo como quien esquiva baches para no dañar su auto, en verte diferente, en ignorar a mi intuición cuando me hacía doler la panza, el pecho y la garganta, que me drené por dentro y por fuera: ya no era una persona entera. Era una sombra. Era algo roto. Era un cuerpo en estado de supervivencia que solo desea salir vivo, porque para todo el resto de mis deseos ya era tarde. 
A las 12 del tres de febrero del 2021 pedí que funcionara lo que fuera que teníamos y ese mismo día me hiciste llorar durante toda la mañana después de algunas frases crueles sinsentido.
Entonces sí, ahora estoy más linda, más jóven y feliz.
El mundo sigue girando, rotando sobre su eje, el sol sale y se pone, nada permanece estático durante mucho tiempo, mi sobrino aprende nuevas palabras, le enseño una para que pueda defenderse, la que nunca usé a tu lado: le enseño a decir que no.
Y yo me siento bien, él me hace sentir bien, el amor es tan dulce cuando no se parece a un trauma, entre videollamadas cuento los días para volver a verlo. Sé que lo voy a querer para siempre porque él me dió el coraje de alejarme del derrumbe, presentándome un mundo en el que yo no vivía: un mundo feliz.
Pero algo duele en el pecho. Algo permanece intacto. Algo no envejece ni muere. Me miro todos los días en el espejo y me veo inmensa, enorme. ¿Los problemas están volviendo? La psicóloga me dice que eso hago cada vez que siento un peso en el alma: castigarme con la imagen de mi cuerpo. Me despierto agitada. Soñé que te gritaba las cosas más espantosas que escuché alguna vez. Me dicen que tengo que perdonar para dejar de cargar con todo esto. Contesto que estoy cansada de poner la otra mejilla. No es necesario perdonar para seguir adelante. Me dicen que no a vos. Que este cuento ya no se trata de vos hace tiempo.
Entonces me abrazo a mis rodillas, me vuelvo diminuta, chiquitita, indefensa, y me pongo a llorar, a llorar porque la odio. ¿Cómo pudo permitirte todo eso? Y ella aparece frente a mí y me ruega que la perdone. Me dice que no perdí mis veinticinco años. Que gané experiencia. Me endulza los oídos. Me pide que la entienda. Pero yo le digo que no la entiendo. Porque esta vez no es la primera. Porque ya nos pasó antes. Porque estoy harta de que nos lastimemos así conviviendo las dos. 
Pero ella me mira a los ojos y es tan chica. Tiene seis años y aprendió que el amor es dolor. Se acerca a los lugares incorrectos porque, en ese sentido, todo encuentro es un reencuentro. Pero ahora lo veo y antes no lo veía. Ahora noto un patrón que sostuve desde mi infancia hasta ahora. Ahora elimino la palabra mala suerte de mi diccionario y comprendo que fueron mis elecciones, que fui yo misma, que fuimos las dos.
—Te perdono —le digo con la voz quebrada, finita, rasposa. Y ella me mira con los ojos vidriosos. Y dice lo que dicen los nenes. Y siempre le creí más a los nenes que a los grandes. Siempre sentí que defienden su palabra, que hacen valer su verdad.
—Te lo prometo, va a ser la última vez. 

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