24 de diciembre

Cuando entraba a la casa de mi abuelo, el universo entero se pintaba de rojo, verde y azul. Mis cejas se alzaban, mis mejillas se enrojecían, mis labios no podían detener la sonrisa más grande que alguien alguna vez dibujó en mi rostro. Mi abuelo era un tipo frío, dice el diariero de la esquina. Mi abuelo era un hombre duro, dijo una vez mi tía por teléfono. Mi abuelo se fue de este mundo sin saber lo que era fundirse en un abrazo. Una vez me dió tres palmaditas en el hombro: mamá nos miró con ojos grandes y las facciones se le congelaron. ''Mamá parece una estatua'', pensé en ese entonces. No reparé en nada excepto en la reacción de mamá. No reparé en que lo que estaba pasando era histórico, imponente, sin precedentes en la historia de mi abuelo, un veterano de guerra, un creador de silencios cada vez que entraba a una habitación. Hasta los pajaros dejaban de cantar cuando mi abuelo caminaba. Todos le teníamos un respeto que él no había exigido ni buscado: Era lo que generaba su presencia, su voz grave y rasposa, su caminar.

Sin embargo todos los 8 de diciembre mi abuelo, ese hombre que podía hacer llorar a los chicos con solo una mirada, ese tipo frío, apático, poco demostrativo, algo bruto, abría las puertas de su casa de par en par para todo el pueblo. Vivimos en un pueblo pequeño. Cuentan los rumores que las personas preferían cruzar de calle antes de pasar por el frente de lo de mi abuelo por temor a encontrárselo. Pero todos los 8 de diciembre, como si la magia existiera, las personas corrían y entraban a la casona de mi abuelo, quien esperaba a quien quisiera participar del evento más importante del año de un modo excéntrico y divertido, totalmente alejado de lo que mi abuelo era, de todo lo que siempre fue: con un gorro de Papá Noel, con un disfraz rojo que le quedaba justo, cada año más justo, mientras la panza crecía a su par. Un mate amargo en la mano, una mueca parecida a una medialuna, casi una sonrisa, un pequeño esbozo de alegría que no era corriente que él denotara, y los ojos, esos ojos celestes que en el año parecían una laguna grisácea a la hora del anochecer, pero que el 8 de diciembre se convertían en un cielo claro a primera hora de la mañana, brillante, luminoso, soleado. 

Mi abuelo recibía a todos aquellos que quisieran venir a armar el arbolito y a ayudar con otras decoraciones de navidad, y así la casa más apagada y oscura del pueblo se convertía por un mes entero en un universo de luces, de colores, de brillo. Música, gritos, gente ríendo. Hasta que mi abuelo, en un momento dado, pedía silencio: no hacía falta ni gritar. Se callaban hasta las moscas con un solo susurro.  ''Que venga mi nieto'', decía mi abu. Y yo pasaba al frente. Todos los años.

Me daba la estrella y me alzaba. Y yo sentía que volaba. La apoyaba en la punta del árbol con delicadeza, con dulzura, con suavidad. Y mi abuelo decía, como si fuera una parte obligatoria del ritual, ''Espero que te acuerdes''. Todos los años decía eso. ''Espero que te acuerdes''. Solo durante su última navidad, casi por intuición, me miró a los ojos y cambió un poco las palabras para decir algo mucho más grande:  ''Espero que me recuerdes''.

El tata era amargo, tenía pocos amigos y se llevaba mal hasta con los vecinos. Pero que me quería con locura y más que a nadie en el mundo era una innegable verdad. No podía decir te quiero, no podía dar muestras de cariño, le incomodaba casi cualquier celebración, excepto las fiestas, año nuevo, navidad. Y entonces elaboró un plan meticuloso por varios años, con paciencia, a sabiendas de que lo que dejaría en las personas es, al fin y al cabo, lo único que importa: el de implantar un recuerdo nuevo, uno ameno, uno suave, uno que lo pintara de los colores de los que él mismo era incapaz de pintarse, que sustituyera su amargura por frescura, por magia, por navidad. Mi abuelo era sabio. Sabía que solo somos historias, y que solo historias vamos a dejar. Mi abuelo fue enorme porque hizo todo lo que pudo, ¿hay algo más que eso?

Y yo me acuerdo, abuelo.

Me acuerdo todos los 24 de diciembre del hombre más dulce con el plan más dulce que el mundo haya sabido interpretar jamás.

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